Recuerdo haber tenido por primera vez conciencia, el día que comencé a llevar con un piolín a mi entrañable amigo. A partir de ese instante transitamos los más insólitos lugares, tratando de alegrar esta prolongación del ser, dado que así había sido concebida por el inexplicable destino. Y aunque a veces fuera por él maltratado o ensuciado indebidamente, no importaba. La amistad suele atravesar esos difíciles vallados que las ingratas circunstancias generan, debiéndose poner el corazón al dolor y a la momentánea adversidad de quien se ama.
Así pasaron seis años.
También recuerdo que una noche desataron a mi amigo para depositarlo en una caja blanca. Yo lo veía de lejos, sin poder acercarme a preguntarle si le hacía falta alguna cosa o bien si quería charlar un buen rato, como todos los días. Pasé la noche sin moverme, de aquel lado, con el piolín inerte sobre el suelo y que su mano había abandonado.
Cuando los rayos del sol ingresaron tenuemente por la ventana que daba al viejo roble, se lo llevaron.
Al mediodía, cuando ellos llegaron con sus rostros desolados, se acercaron junto a mí y alzándome bruscamente me encerraron para siempre en un arcón de juguetes olvidados.