“Que cosas extrañas tiene la vida, pensar que volvemos”. Fueron sus palabras, desandando su última metáfora.
Detrás de la jaula forjada, la mirada se vuelve escaparate evocativo y la siesta se transporta en paraíso. Es cuando Petorutti pide espacio para secar sus frescos, atestando de imágenes los rincones de la cartonería de mi viejo, mientras las pulgas representaban el mágico salto de su andar circense.
Antes que Charcas se volviera presidente, la plaza que esquinaba con Callao mostraba el verde manantial de fines del cuarenta. Mis tres años corrían un mar de palomas y el gorrión relampagueaba delante de mis ávidos ojos. Las manos cementadas maleaban tiempo y suministro, al momento que el mensaje prometía un devenir de bondades. Y aunque éstas nunca llegaron golpeando nuestra puerta, la dignidad concebía un renovado esfuerzo, llenando de aromas y juegos sin costo las paredes de la humilde casa.
Su ejemplo quizá haya sido mi fe de bautismo, siguiendo los pasos de aquella creencia. La vida requiere de pequeños sorbos por siempre bebidos de la misma botella. Toda enseñanza instaura sus principios, teniendo por recurso voluntad y decencia.
¿Qué sentido existe en un cuadro ofrecido por aquel pintor, que trataba de resumir el don del agradecimiento?. Mi padre prefirió la mano extendida y apretada, a modo de hasta siempre, sin especular sobre la magnitud que la trascendencia ofrece.
A medida que el Arlequín se conjuga en un Sol Argentino, estrechando vínculos parisinos y platenses, un nuevo ramo se adhiere a los recuerdos, perpetuando el silencio de su consigna heredada.