Siempre volvía a la barra de aquel bar, pidiendo con su lacónico decir la bebida acostumbrada. Miraba sin ver, como hipnotizado por un recóndito recuerdo difícil de descifrar. Era evidente que los parroquianos pasábamos desapercibidos, aún más cuando se detenía a observar el borde de la pequeña copa con caña.
Luego del cuarto pedido, un murmullo de frases entonadas partía de sus labios resecos y mustios. “Para ahogar hondas penas que tengo, que me matan y que no se van...................”.
La pantalla televisiva enarbolaba un gol, coreado por la escasa concurrencia del lugar. En otro rincón apartado un pibe digitaba apresuradamente una computadora, tratando de exprimir el tiempo impuesto por los dos pesos de autómata servicio.
El breve silencio se iba mixturando de alegres porfías, de frases perdidas a los vahos que proponen destinos tumorales y ese persistente compás musitado levemente por la extrañeza del recuerdo vano.
El suave pulseo del dinero colocado en la mesa de los consumos alternados, se contraponía al ruido de las monedas que últimamente parecían cobijar el amparo de los sonidos.
Sin embargo, él permanecía siempre allí, como una esfinge perdida entre los vientos de un simún desconocido, albergando toda la arena que puede contenerse en los tiempos de un dolor inconcebible. Una maraña de vapores grises parecía envolverlo, en medio de un atávico castigo impuesto por el solo hecho de vivir muriendo. Como todos, pero conciente en su caso. Llevando la lápida junto al epitafio de una razón sin trascendencia.
Él está allí. Un día más. Continuando la vaporización de sus lamentos.