Con mis listones de inmóvil paciencia ofrezco un lugar al cansancio y pasatiempo ajenos. Hay momentos en que los bártulos colman el límite de mi superficie, mientras el vagabundo espera un horizonte. Años de temporales y soleadas, pájaros y cuerpos extraños visitándome, expresan idiomas complejos sobre mi remanso.
Una tarde de algún Diciembre, con un sol resquebrajando mi pintura, dos llegaron tomados por la cintura. Transpirados y jadeando se sentaron. Él sacó un cortaplumas de su bolsillo y lastimó mi esencia tallando las palabras “Te quiero” al cobijo respaldar de madera. Ella, tomando la mano de su hombre, condujo el filoso instrumento grabando dos nombres. Después se abrazaron y besaron como amantes y partieron, de la mano, como habían llegado.
Uno y otro día, esperé la presencia de esa pareja que abrevaba misterios, renovando el perplejo bienestar de la dilecta función elegida.
Pasados dos años de permanente visita, él llegó solo, con ojos vidriosos y mirada perdida. La punta afilada de su cortaplumas volvió a remarcar aquel nombre que se consagrara como tributo al sentir eterno que ahora agrietaba.
Más tarde, la sierra cortaba dos listones largos trozando mi espalda.
La sombra de un sauce cae sobre otro camino donde aparezco a modo de cruz, clavado a los pies de un nombre que jamás olvido.