A medida que el mundo me llevó a reconocer el pequeño espacio que la oportunidad otorga, se interpuso en el esperanzado recorrido un musitado adiós. Pero no importaba. La meditación profunda se aisló entre las circunstancias que buscaban alcanzar cierta trascendencia, y mi espíritu de realización se sumergió en los abismos de la retórica y de la creación, sin permitirme comprender que todo aquello que más quise ingresaba al fuera de mí.
A partir de ese momento comenzó a gestarse esta maldición que comparto con la soledad, fiel amiga de patéticos secretos, mentores del quieto vendaval que agrietan otros ojos. Una razón ineluctable que entorpece el deseo posesivo de un aliento enajenado de labios distantes a los míos.
Hoy, el latido de mi sien confiesa su saqueo en medio de un agobio que jamás fuera reclamado por la inclemencia de este sino. Es más, ni la luz de la sospecha se instala en un recurso de pupilas, asombrando presagios e ingratos consuelos proyectados en el sinfín del desencuentro. Tras haber abortado instantes, el etéreo halo dejó de ingresar el cardumen agitado del respiro, dando vida a la fagocitada expresión de un anhelo recurrente, degustando aromas de impulsos encantados.
Vibrátiles vellos decantan la austera ausencia de flujos, en un paradojal de axiomas invernando el amputado crecimiento. Pero, aún así, el reservorio instaura el humillante camino del silencio, a veces roto por la acritud que se mece en el espejo, develando promisorias frases que sólo obtendrán respuestas subjetivas.
Fuera de mí está todo lo que no podrá esperarme, sentado en un prado enjugando encuentros de amores prohibidos.