Disconforme Dios de su creación a imagen y semejanza, propuso un concilio convocando al coro celestial, que tenía por finalidad insuflarle a cada alma que viniera al mundo un justo determinismo.
La humanidad continuaba debatiéndose por obtener el subyugante poder devastador, generador de fama, de confort y de riqueza.
La guerra, la hambruna, la polución y antiguas enfermedades ocasionaban profusas víctimas, calculándose en apenas unos cientos de miles el número de sobrevivientes.
El Todopoderoso propuso a la junta estigmatizar el alma de los seres por nacer con iguales períodos de experiencia. La idea consistía que todo ser humano pasara por espacios de vida que tuvieran quince años de duración, que les permitiera conocer la indigencia, la necesidad atenuada, la estabilidad y la abundancia, para así desterrar definitivamente la desigualdad permanente. El coro celestial se encargó de disponer el período en que se debería vivir cada una de estas condiciones, estableciéndose como criterio unánime lo siguiente: la niñez gozaría de estabilidad, la juventud de indigencia, la adultez de abundancia y la vejez de necesidad atenuada. Al Señor le pareció sabia la decisión y a partir de ese momento todas las almas fueron estigmatizadas con dicho determinismo.
Los cientos de miles de seres que habitaban la tierra comenzaron a tener su nueva descendencia. A medida que pasaban los años, nadie podía cambiar los acontecimientos que se iban produciendo y que provocaban abruptos cambios en sus situaciones de vida. De repente y a pesar de poner todo el mejor esfuerzo en mantener el estándar adquirido, de la noche a la mañana se convertían en indigentes. Luego, las circunstancias cambiantes y repentinas les permitían abordar la opulencia, para más tarde concluir en una ancianidad de necesidad atenuada.
Nadie pudo sobrepasar los sesenta años y en menos de un siglo el planeta había fenecido.