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Cuentos - 12 de Noviembre de 2005

El rebanador de luna

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El rebanador de luna continuaba su arduo trabajo en la fiambrera, extrayendo las fetas más delgadas conocidas para abastecer el consumo de toda la feligresía universal. El símbolo corpóreo era cuidadosamente empaquetado y transportado hacia los sitios demandantes más distantes y exóticos, con el fin de ser sacramentado y así purificar a las almas manchadas de pecado.


Las imágenes impávidas de diseño santoral y las cruces mostrando un rostro piadoso y sufriente manando sangre coagulada, observaban el sendero de hileras ordenadas esperando el advenimiento del perdón que hiciera olvidar acciones imperfectas o execrables.


Pobres, impiadosos, asesinos, violadores, ladrones, profanadores, torturadores, tiranos e inocentes eran bendecidos mediante un ofertorio renovador, ejecutado por el designado socio de la verdad celestial, otorgando ese implante de bondad momentánea mediante una acción secular que hiciera de la fe un método de resarcimientos y generador de inusitados enriquecimientos que beneficiaban a los jerarcas eclesiásticos de la grey cristiana. El acompañamiento coral, la tertulia emanada del púlpito consejero y la gesticulación aprendida de aquel nazareno trashumante, que vertiera con su humildad y verbo el sentido de una vida carente de riquezas materiales pero beneficiosa en actitudes ejemplares, completaban el marco apropiado que permitiera a la concurrencia sentirse inmaculados.


Una noche, cuando la catedral permanecía cerrada, mientras los indigentes dormían apiñados al pié de los infranqueables pórticos, en el altar principal una sombra cubrió el sagrario. El guardado cáliz dorado comenzó a transformarse en un grial de arcilla y las rodajas de luna se convirtieron en agitados anélidos. Un sonido espeluznante acompañó el desgarro de los pilares que sostenían la construcción y una fuerza centrípeta expulsó a la iglesia hacia el espacio exterior. Lo mismo sucedía en el resto del planeta, pudiéndose observar como todos los templos que sostenían una cruz se desplazaban vertiginosamente hacia los confines del oscuro cielo.


Los observatorios planetarios dieron la noticia que todas las sacras edificaciones estaban diseminadas por toda la extensión del suelo selenita. La masa pétrea produjo un desplazamiento orbital del satélite, acercándolo a la superficie de la tierra. En consecuencia, graves trastornos sobrevinieron, dificultando el natural desarrollo de las especies, dado que las catástrofes se prodigaron de manera irregular e incontrolable. Las mareas crecieron anegando territorios; los volcanes se activaron derramando lava por doquier y los movimientos telúricos hacían desaparecer ciudades enteras.


Alguien recordó las predicciones de San Malaquías y Nostradamus, pero únicamente a modo de justificación determinista. Los expertos religiosos releían el Apocalipsis, tratando de encontrar un sentido más apropiado a los sagrados vaticinios.


Las altas montañas reunía a los fieles y la prédica trataba de apaciguar el destino implacable.


Las tres cuartas partes de la humanidad había sucumbido.


A alguien se le ocurrió edificar una iglesia, pero el miedo depuso el intento.
Adolfo Vaccaro, escritor argentino | mensajes@adolfovaccaro.com.ar | 2002 - 2024 | Textos disponibles en el sitio: 594