Se abrieron las puertas del subte. Los rostros inexpresivos y malhumorados sostenían sus ojos en un punto fijo de la nada. Tal vez en algún cartel luminoso que anunciara la próxima parada o bien en las remanidas publicidades lumínicas que formaban parte de la rutina cotidiana.
Las puertas que ensardinaban ingresos y egresos permitieron la entrada de un joven ojeroso y macilento que casi a tientas alcanzó la primera baranda que se interpuso en su camino para poder apoyar su agotamiento.
A media voz y en actitud de clemencia pedía cinco centavos porque tenía hambre: “Por favor, solamente cinco centavos porque no puedo seguir soportando el hambre”. Algunos de los estaban en el vagón no escucharon sus palabras, quizá por el fuerte chirrido provocado por la presión de las ruedas metálicas sobre los rieles. Otros hacían que no habían escuchado aquel pedido.
Unos pocos contribuimos con chirolas, conmovidos por ese mensaje que reclamaba una cierta forma de misericordia o como una manera de aplacar las culpas de esta inconciencia o indiferencia que nos va desnaturalizando de la raigambre humana.
En el asiento del fondo, había un señor que, observando lo que estaba ocurriendo, movía la cabeza a modo de desacuerdo, mientras su dedo mayor daba vuelta una nueva página de ese libro de Leo Buscaglia titulado: “Vivir, amar y aprender”.