La objetividad del absoluto reafirma la mirada de quien cree poseerla, pero sucede que siempre hay un otro que se atreve a desvirtuarla. Y como el sentido común es la paradoja del ensayo costumbrista de la vida, moldeándose conforme a experiencia, lugar geográfico, creencia o conveniencia, no debe extrañarnos que nuestros hogares, sociedad y universo son meros referentes acomodados al egocentrismo oculto de los estados de conciencia. La palabra, ambigua razón que ofrece la comunicación con el semejante, es – en muchos casos – un sofisma adecuado a la interpretación causal de las ideas o sentimientos que se prodigan a manera de dictamen. Entonces ocurre la manifestación de lo absoluto como barrera que se antepone y elimina toda estructura que vuelca el conocimiento que permanece fuera de nosotros, aunque la realidad imponga su vigencia ineluctable. La verdad pasa de boca a jurado invadiendo la ambigüedad de la coherencia, subrayando párrafos inconsistentes y, a veces, falaces, tratando de sostener el raudo compendio indiviso que surge a modo de equivalencia infirmada. La racionalidad se desmenuza en sentencias risibles, tales como: En casa de herrero, cuchillo de palo, sin conocer por qué ni referido. En lugar de tener esa propensión a subestimar, podríamos pensar que el herrero nunca ha comido en su casa, o bien que ha fabricado cuchillos de madera, sin punta, para que sus pequeños hijos no se lastimen con ellos.
Cada persona es lo que desea demostrar y los demás nos eligen de la forma que nos quieren ver. En ese contexto solemos manejarnos. Por consiguiente, la fama, el éxito, el poder, el dinero, los bienes tangibles y glamourosamente intangibles, son el mostrador donde se expende el camaleónico valor del criterio. El factor discriminante se aviene a carencias que nada tiene que ver con aspectos inmanentes surgidos de la estética, de la sensibilidad o del conocimiento. La insensatez mediática, la pobreza, el despilfarro, la apostasía y el despropósito son radículas poderosas y evanescentes cuando transitan la etapa de los plagios que nos toque vivir. Resulta conveniente separar a estos peligros que se proponen desnaturalizar la confortabilidad, dado que siempre estamos a tiempo de obtener, lúdicamente, algún beneficio que obra únicamente en el conflicto que impera sobre cada neurona de dudoso devenir, pero suficientemente convincente para ambicionar el ínvido motivo intransmutable que la alienta.
Existimos gracias a la gran factoría del inconsciente colectivo, que se encarga de transferir todo su bagaje de dudas e infamias irresueltas. El misérrimo objeto exprimiendo al sujeto en avarientos aposentos perplejos de olvido y boato. Parecer ser es mejor que ser lo que se es: un mutante esquizofrénico viciado de entregas incumplidas a cambio de un atisbo de notoriedad. Maravillosa sintaxis que nos permite incorporarnos a una sinarquía capaz de deshumanizar el planisferio de la honra. Llevar códigos o libros sagrados, simula respeto y devoción en la parodia.
“Habiendo madrugado incansablemente hoy Dios no me ha ayudado, tal vez por pertenecer a otra filosofía que lo tomó prestado. Sin embargo, lo conmino a permitirme vislumbrar el camino que llevo atado a los polvorientos pies de este fracaso. Encima, debo tolerar estos artilugios plásticos revestidos de insenescencia, frente a un micrófono, corriendo a disfrazar la real senectud y obesidad con nuevo vestuario, mientras un guiñol de títeres dionisíacos colmados de soberbia pretenden rebasar el margen de la mía.
¡Maldito MARTÍN FIERRO que no me fue entregado!...............aunque la Sú lo tenga merecido”.