No vio la luz. Ni una imagen furtiva envolvió su mirada. Tal vez fueran palabras arrancadas de los registros del subconsciente, aunque no sonaban a voces ni a sonidos conocidos. Más bien parecían corresponderse a un informe telepático que obviaba el natural comportamiento de los sentidos.
“Soy el que llaman Dios, pero no soy el vuestro. A veces ingreso a la dimensión inferior que concierne a vuestro hábitat, para entretener mi todo. Algo parecido a lo que ustedes hacen cuando se detienen a observar las figuras chinescas de una pared.
Me resulta insólito que se la pasen hablando de mi, dado que no les pertenezco. Sus filosofías paganas tratan de sostener una trascendencia que no poseen, alentando creencias que priorizan el enriquecimiento, el fanatismo y el miedo a un juicio inexistente, llevado a cabo por ídolos inventados.
Nadie ha sido mi profeta. Ninguno fue mi hijo. Tampoco concedí derechos canónicos, privilegios, ni beatitud. Jamás pedí adoración; amor sobre todas las cosas; guerras santas; inquisiciones y devastaciones en mi nombre. No se ha construido un templo que me represente, debido a que nunca me han conocido.
Mi voz jamás oyó humano alguno, como tampoco santifiqué fiestas ni generé milagros. Todas estas acciones y fenómenos han sido elaborados por sus mentes imperfectas.
Cuando transcurra lo que ustedes denominan tiempo, en escasas centurias la especie humana habrá desaparecido de la faz de vuestro universo y el más allá dejará de tener su absurda vigencia. De la misma manera que ocurriera con los grandes saurios; con los continentes sumergidos; con la naturaleza destruida en manos de vuestra irresponsabilidad.
Seguramente hablarás con mis palabras, Maximiliano, pero de nada servirá”.
A partir de ese instante, la vida de Maximiliano comenzó a cambiar. El sendero del arte dejó de ocupar un lugar relevante en su existencia. Comprendió que la verdad requería de un espacio de justicia y que el diseño de su obra debería plasmarse en el compromiso con su semejante. También supo darse cuenta que si su fe no representaba el paradigma de lo aprendido, debía intentar hacer llegar las palabras que ilustraron su mente con aquel extraño mensaje recibido y que no podía, aún, desmenuzar con claridad.
El día ofrecía su cielo despejado. A Maximiliano le entraron ganas de pintarlo. Se detuvo un instante a contemplarlo y una sombra se posó en el breve vuelo del gorrión. El calendario mostraba su nueva página: 26 de Junio de 2002. Lo único que le vino a la mente fue aquella mención telepática que expresó: “Ninguno fue mi hijo”.
Se instaló en el grupo. Pidió por el fin del hambre de su pueblo. Luego corrió.
No hubo crucifixión. Una mancha carmesí dispuso su adiós definitivo. Y el Dios del todo, por primera vez hizo una excepción en el Puente Avellaneda.