Había una vez un pueblo evolucionado y unido que habitaba sumergido en las costas de Marruecos, donde las ruinas de las columnas de Hércules albergaba a sus habitantes. Ni la antigua Babilonia con todo su esplendor cultural y total refinamiento, ni Alejandría iluminando con su faro el esplendoroso paso de Alejandro Magno, ni aun el Coloso de Rodas vigilando con Apolo las rutas del Egeo, podían compararse con la perfección de esta civilización que no necesitaba construir pirámides para eternizar faraones, ni tampoco dejar mensajes jeroglíficos que perpetuaran el conocimiento avanzado de la mente.
El misterio estaba sustentado en la sencillez y la nobleza, es decir, esa lealtad que prioriza el respeto por la vida.
Las cristalinas aguas profundas del Mediterráneo proporcionaban el ambiente cálido que precisaba la conservación de las especies, que no necesitaban de la antropofagia ni de las guerras que justificaran la paz perecedera. Los corales multicolores eran modelados cuidadosamente con la finalidad de construir recintos educativos y de sano esparcimiento. Para ese trabajo se contaba con la experiencia arquitectónica del pez Emperador, quien tenía a su cargo expertos artesanos como el pez Espada, que cumplía labores de destornillador; el pez Martillo que, con la fundamental colaboración del Erizo apuntalaba con espinas las construcciones; y el pez Sierra, que cortaba con perfecta simetría todos los materiales que fueran a utilizarse. El pez Volador agitaba sus aletas azuzando la fragua que tenía su origen en las colas eléctricas de las Anguilas. Estas últimas, además, se conectaban al pez Luna para iluminar las profundas cuevas de difícil acceso.
Todo era labor y cordialidad dentro de ese ámbito, donde tanto la Morena como el Tiburón mostraban sus filosos y desparejos dientes esbozando una sonrisa que alentara la extenuante tarea impuesta.
Los peces de distintas variedades estudiaban el libro de la vida, utilizando la tinta del Calamar para escribir sus lecciones en aquella pizarra improvisada que ofrecía la Raya.
El pez Diablo controlaba que ningún sentimiento espurio formara parte de la convivencia entre la comunidad, mientras que el pez San Pedro santificaba las fiestas tradicionales de adoración al Señor. Solamente el pez Ballesta, con su piel cubierta de escudetes, tenía el trabajo más aburrido y éste consistía en ser el vigía de la ciudad, controlando los cambios migratorios que se producían por el reflujo de las corrientes marinas.
Un libro encontrado en un viejo galeón hundido, que versaba sobre obras jocosas, era puesto en escena en el centro de diversión y esparcimiento, contando para ello con un elenco permanente integrado por la Langosta, como primera figura, y los langostinos como partenaires. Nunca faltaba la participación de la Foca como claque, quien con sus aplausos levantaba grandes volutas de agua oxigenada. La actuación vocal estaba a cargo de la Morsa, como solista, y los Elefantes marinos como coreografía. Allí se aprovechaba el momento para danzar, comenzando un show magistral integrado por los cardúmenes de diversos peces que, siguiendo la cadencia de la música, giraban con precisión milimétrica imitando el ejemplo de su guía. Las Ostras ostentaban el brillo de sus perlas, no alcanzándole sus manos al Pulpo para acariciar cada una de esas codiciadas gemas.
Entre tanta algarabía llamaba la atención la discreta participación del Hipocampo que, sin hacer alarde de sus finas formas, miraba casi sin interés lo que todas las noches sucedía en aquel recinto. Las más bellas Caracolas paseaban luciendo sus más variadas vestimentas nacaradas, tratando de seducirlo, pero él siempre respondía cortésmente con su escueta sonrisa, sin dar motivo a ningún diálogo. Hasta que un día festivo de sana diversión apareció en el salón una llamativa Hipocampo, a la que nadie había visto antes en todo el extenso derrotero de la ciudad, que impactó en su controlado corazón, acelerándolo con un repiqueteo de tamboriles que no supo apaciguar. Todos los ojos se paralizaron de pronto, observando el andar seductor de aquella supuesta inmigrante, que lucía con gracia su cuerpo orlado por esa vestimenta natural en degradé estampado con pequeños cuadritos de terciopelo, que se perdían en el vaivén de su delicada cola suspendida. El Bacalao, entre requiebro, le ofreció recorrer juntos en un tentador periplo las costas de Noruega. Mientras tanto, el Besugo también le salió al paso para invitarla a nadar por el Estrecho de Gibraltar. Ella, prosiguiendo su camino repleto de propuestas y piropos, se fue acercando sutilmente al lugar donde se encontraba el pasmado Hipocampo que, celoso y contrariado, pensó que nada podía ofrecerle que fuera mejor que esos convites escuchados.
Las primeras palabras emitidas por ella fueron dirigidas a su par semejante, provocando el asombre del resto de la concurrencia. Él, con marcada timidez, le acercó su vaso de agua gaseosa que ella compartió solícita y desenfadada. Como suele suceder, la dama hablaba más que el caballero, contándole que su origen se remontaba a los abismos del Mar Caspio y que debido al fallecimiento de sus progenitores, resolvió deambular por el mundo en búsqueda de nuevos horizontes que la hicieran olvidar de tan sensible pérdida. Él, en su decir lacónico, le comentó que allí había nacido, que nunca conoció otros lugares, y que también compartía con ella la orfandad. Transcurridas un par de horas que parecieron diminutos segundos, se despidieron con la promesa de volver a encontrarse uno de esos días.
Pasó más de una semana en la que él transitaba grandes extensiones con el afán de reencontrase, pero el esfuerzo resultaba en vano. En medio de su desesperación se maldijo por no haberle preguntado su paradero, reprochándose su innata timidez, que nunca le permitía transmitir en palabras los mensajes claros de su mente.
Fue en el noveno día que, sobrenadando el amplio manto de corales, vió aparecer el dulce rostro deseado de aquel ser que ocasionaba su desvelo y encarándola sin tapujos, en medio de su propio asombro, le propuso nadar juntos por las márgenes multiflorales de ese territorio. Ella aceptó de buena gana, desplazándose insinuante, improvisando las más finas contorsiones y rozando de tanto en tanto el cuerpo varonil de su exclusivo acompañante.
Ahí empezó aquel romance, sellado con el más tierno y apasionado de los besos que acompañaron a la prolifera descendencia. Y como en ellos coexiste ese vínculo natural que tiene a la lealtad como principal consigna, aunaron sus vidas definitivamente ante el pez San Pedro, obteniendo la intermediaria bendición del Creador que refrendara aquella unión para toda la eternidad
Cierta tarde borrascosa se produjo una fuerte marejada, cuyos devastadores vientos y corrientes subfluviales generaron los movimientos compulsivos que destruyeron ese mundo perfecto de construcciones y habitantes. Solamente algunos pocos sobrevivientes comprendieron que era inútil reconstruir lo arrasado, por lo que resolvieron emigrar en busca de nuevos horizontes en los que deberían sostener la lucha por la vida. Allí terminaba el sentido racional del respeto, volviendo a desencadenarse la premisa de que el pez grande se come al pez chico, alentando la forma más cruel de supervivencia. Mientras tanto, velando los restos de su amada y de sus hijos, el Hipocampo optó por dejarse morir de inanición y así, sin perder tiempo, elevarse al mundo sacralizado donde Dios sostendría en la palma derecha de su mano a los seres que tanto había amado.
Hoy entré en un negocio que vende pequeños souvenires y el encargado me tentó para que le comprara un llavero que eslabonaba un hipocampo, porque, según se dice, es el símbolo de la fidelidad. Presuroso, corrí a los brazos de mi amante para regalárselo como ofrenda de mi amor. Mientras, mi esposa sigue educando a nuestros hijos, preparando mi alimento y mi lecho, y así continúo sustentando mis injustificadas y tardías llegadas nocturnas.
Poco sabemos de lo que ocurre debajo de nuestros pies.
Y mucho menos aún de lo que sucede por encima de ellos"