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Cuentos - 12 de Mayo de 2006

Puerta abierta

Puerta-abierta
Cerca de las sagradas puertas de nuestra santa patrona, se encuentra el Hospital Neurosiquiátrico Puerta Abierta, un espacio lujanero reservado al loquesco negocio. Los tres mil pesos correspondientes a cada ente abandonado, garantizan el bienestar de quienes están a cargo de tan infame reservorio. La intendencia del partido, la dirección del Instituto y los encargados del restablecimiento de la salud mental, incrementan sus sensibles patrimonios, sepultando en vida a aquellos dejados de lado por sociedad y familia.

Juan Bolaños, diagnosticado como esquizofrénico peligroso – algo poco común de esta enfermedad mental - habitaba la celda de los residentes peligrosos. Desnudo, reposaba frecuentemente en el piso impregnado de residuos escatológicos propios y de aquellos seis acompañantes que ocupaban el mismo habitáculo. Él estaba convencido que las voces interiores podían mover a criterio, ese insecto que se paseaba de un extremo a otro sobre la inmunda pared más cercana.

La extraña característica de Juan, era sus enormes testículos que llegaban hasta la altura del comienzo de sus rótulas. Parecían las campanas de la catedral de la virgen lugareña, cuyo badajo se asemejaba a un apéndice externo incrustado entre ellas. Sin embargo, según el extenso contenido de su historia clínica, nunca nadie había hecho mención de aquella anomalía, a pesar de haber estado en distintas instituciones de salud mental. La curiosa morfología formaba parte de las risas con que llenaban su boca: auxiliares, personal de seguridad, médicos y enfermeros.

Cuando la dirección recibía el alerta de una revisión por parte de la inspección reglamentaria, los locos eran bañados a chorro poderoso de manguera. El gozo del encargado para la mencionada tarea, estaba referido a apuntarle al escroto de Juan, quien sostenido por dos ayudantes, gritaba de dolor sin poder proteger su zona más sensible. Luego, eran vestidos con atuendos parecidos, aunque el tiro de los pantalones de Bolaños había sido modificado a la altura de sus rodillas.

Una vez que la revisoría constataba que todo funcionaba conforme a los requerimientos básicos, el espantoso devenir volvía a repetirse. La desnudez, los orines y deposiciones compartidas, colmaban cada espacio de la celda.

Durante los días de visitas, pocos familiares y amigos concurrían al encuentro de esos seres recluidos. Y por tratarse de ser los menos peligrosos, entonces, el jardín cercano al Hospital posibilitaba un ambiente recreativo, donde la tertulia insustancial eludía el microclima interior de las instalaciones. En ciertas oportunidades, cuando los allegados de un paciente requerían información profesional, respecto a un interno, éstos eran recibidos en el despacho del director, permitiéndoles visualizar un lugar caracterizado por la pulcritud y decoro. La atención parsimoniosa y humanística, dejaba conformes a todos aquellos concurrentes preocupados por la salud de sus caídos en desgracia.

El día diecisiete, del mes que estaba en curso, Juan tuvo una gran descompensación a causa de la alimentación en mal estado, incrementada por su costumbre coprofágica. Llevado al centro asistencial, le aplicaron todos los recursos posibles para estabilizarlo. Fue inútil. Ese mismo día, se produjo su deceso. Por no poseer familiares o tutores, extirparon los órganos para enviarlos al banco de donantes. El médico forense, asombrado de ver los inmensos testes, realizó una incisión para analizar su contenido. Y así pudo contemplar sueños, fantasmas y un insecto de pared moribundo de cordura, evaporándose fugaces de aquel patibulario recinto.
Adolfo Vaccaro, escritor argentino | mensajes@adolfovaccaro.com.ar | 2002 - 2024 | Textos disponibles en el sitio: 594