El denso smog pareciera absorber a la jaula de cemento de altos picos que, a manera de gigantescos panteones, refractan levemente la tenue sombra de las aves que lo sobrevuelan. Miles de aceleradas hormigas, de transcurrir ordenado, y ese destino impreciso de yemas metálicas y móviles, matizan el gigantesco plato de asfalto que todo lo sostiene.
Los altos inmutables apenas reciben alguna que otra distraída mirada, amparada por el vacío que ofrece la nimiedad del impulso. Todo se asemeja a un diseño programado por el abúlico dueño de un mecano, empecinado en no modificar coreografía ni sendero.
Y el desamparo emerge por la fuerza de ese hongo negruzco arrasándolo todo sin sueños ni piedad. Las cruces de los olvidos se multiplican y los clamores mueren en el mero intento. El gris del suelo se traga todo y un ruido de metales castigados elevan su mensaje al poder del absurdo.
Solamente pequeños verdores dibujan cuerpos disgregados durmiendo bajo el pórtico de un templo abandónico, sosteniendo su imagen prehistórica, convirtiendo el ejemplo de amor en inclemencia y en una vacía razón de culpa disfrazada.
El denso smog se ha diluido y aún no consigo ver nada.