Dejó la llave en el lugar acostumbrado. Se apagó la luz. Corrió sus telones y sobre el paño, un enjambre amorfo se estableció en su ingénita pantalla. Luego, pasaron nubarrones, estrellas cisurales y un límbico proyector comenzó a derramar su función de imágenes tridimensionales.
La roja ola gigante corría tras sus pasos agitados, hasta ser alcanzado. Ingresó jadeante al burbujeante remolino, permitiéndole llegar a la cresta de la pared líquida.
El poder alado lo sostenía suspendido sobre el torrente, permitiéndole observar como ciudades enteras eran tragadas por la acuífera garganta carmesí.
Buenos Aires, La Habana y Nueva York se convirtieron en inmóviles víctimas de cemento resignado, mientras el rugiente paso avasallante se colmaba de antiguos pentagramas que expresaron sus compases, mixturando acordes de melancólicos blues, sones festivos y testimoniales tangos sometidos a las dantescas danzas abisales.
La proliferación metafísica se abundó en hemorragia y en un colmado carente de abalorios, los cuellos trepanados diluyeron los recuerdos que fueran la nutriente decisiva de las almas confiscadas.
A medida que su andar se transformaba en llanura, sobre las añosas raíces del frondoso ombú, la llave se había multiplicado en una docena semejante. Todas eran similares. La secuencia maldita le exigía premura. Su anodia se acentuaba a medida que su elección se volvía más imprecisa. Solamente recordaba que había dejado una sola llave al pié del arbusto. Su enmaderada diáspora nunca le ocasionó mayores inconvenientes y era su indecisión la que estaba llevándolo al final de su existencia secular.
Los gélidos huesos comenzaban a calcinarse; su vello iba desapareciendo de sus manos y cabeza, y las arrugas proliferaban aceleradamente en su rostro. A manera de viejo pergamino su piel se desgajaba y las órbitas apenas lograban sostener sus globos oculares.
Desesperado tomó la llave que creyó suya y a vuelo de águila ingresó en la cripta. Trató infructuosamente de abrir la sepultura que albergaba su féretro, mientras el hartazgo se adueñaba de su vida alquilada. Observó la cruz. Le rezó a ella y el fulgor de la luz le otorgó un alma a sus cenizas.