Domremy contempló el tránsito de sus pasos de niña, jugueteando en el verdor de la campiña, exuberante manantial de sueños celestiales.
La obsesión del pecado incomprendido la llevó, a sus apenas trece años, a arremolinar los vientos adversos de cien años de sometimiento, trocándolos en mensajes de exclusividad audible, mientras el salvajismo anglosajón asestaba su golpe en la impávida inocencia, haciendo que la inolvidable y cruenta experiencia padecida en su entorno familiar, resucitara la bucólica espada de la justicia divina.
El fragor de las campanas comenzaron a gritar su nombre, marcándole el seguimiento fulgente de su anticipado destino, llevándola a la corte del delfín Carlos VII para ponerse al frente de sus ejércitos.
Rheims consolidó su estirpe de enviada, permitiendo la coronación a un traidor sin óleos sagrados.
Su espíritu libertario, que había traspasado admiración y temor, representaba un inminente peligro para el incipiente reinado galo y el invasor inglés.
La confabulación permitió que fuera tomada prisionera y condenada por el tribunal inquisidor que representaba a los intereses sajones, un día como hoy de 1431, cuando apenas tenía 19 años de existencia.
Quinientos años más tarde fue canonizada por la misma ralea que la llevó a la hoguera.