Mucho tengo que agradecerle a la vida. La mitad la transité viviendo; la otra mitad soñando. De ambas experiencias he aprendido cómo, cuando y dónde debo accionar conforme a circunstancia. Del viviendo, en función del conocimiento adquirido y de los sueños, en relación al límite de lo posible.
La nutriente del viviendo y del soñando ha sido vasta. Incorporé los básicos principios, el accionar positivo, el error de la inexperiencia, el confín de la inexacta limitación, el volar sin alas, observar al mundo desde la cresta de la gigante ola, caminar suspendido sobre la lava del volcán rugiente, penetrar el secular misterio del pasado, descubrir personas impensables y recorrer lugares a los que nunca he viajado.
La imaginación y la conciencia me develaron realidades, posibilidades y paradigmas insospechados. El enquistamiento parametral muchas veces fue trasvasado por el universo onírico y la subjetividad se promulgó libre frente a la inclemencia atávica, que suele mover los eslabones de la cadena hacia un mismo sentido o de manera paralizante.
Las imágenes reales y virtuales, por momentos, se transforman en un todo indiviso y es en ese preciso instante que el numen hace de la suyas, dándonos facultades omnipotentes capaces de inventar un argumento existencial distinto de todo lo adquirido y consabido. Y la creación comienza. Y el Dios pagano que coexiste en cada uno de nosotros adquiere dimensiones inmensurables, aún a sabiendas que nada de eso somos. Sin embargo, cada vez que se nos ocurre frotar la lámpara de la creatividad, el genio surge ufano y trascendente, capaz de lograr un hábitat despojado de costumbrismo, descosificando la invariable realidad. Las magnitudes sensibles se potencian y los sentidos se convierten en conejillos de laboratorio, que nos permiten buscar y descubrir la vacuna que sosiegue el trance ineludible de lo perecedero.
El viviendo es el tiempo; el soñando es la eternidad.