Debiera estar allí, como todas las noches de aquellos fines de semana correspondientes a 2001 y todo el 2002, cuando salíamos a repartir alimentos por las calles del barrio de Belgrano. Ataviada entre cartones, dentro del breve pasillo que ofrecía la sastrería iluminada. Leyendo, pegada su mirada a esos diarios de pretérita noticia. Alguien le había robado sus anteojos. La miseria entre los pobres es tan violenta, como el crédito de la paz universal. Ella, pertenecía al grupo de los xx – con minúsculas – dado que ejerció el periodismo en su mocedad y había sido educada en una familia acomodada, que lo perdió todo por la estafa del experto avezado en cómo despojar 'legalmente' al indefenso. Por no corresponder a los XX – con mayúsculas – dueños temporales de la plaza que se encuentra frente a la Iglesia de la Inmaculada Concepción, fue rechazada por su condición de 'diferente'.
Es curioso como uno llega a comprender, con el tiempo, que la misma carencia no suele ser semejante entre quienes la padecen. La señora xx, de 72 años, había dedicado la mayor parte de su existencia a cuidar a su madre. Ello le impidió contraer matrimonio y establecer un futuro personal al lado de esposo y descendencia.
Al producirse el fallecimiento del único ser que le quedaba en el mundo, los cuervos leguleyos sustrajeron hasta la última de sus casas, de las cuatro que poseía por herencia. A partir de ese instante, la calle se transformó en hogar, aunque nunca aprendió a comportarse dentro de los códigos que la desesperación genera.
Re cuerdo, que cuando le ofrecíamos un emparedado o alguna fruta, nos respondía que había personas que, seguramente, lo necesitaban más que ella. Y a pensar de la insistencia – desviando la vista de su lectura – nos agradecía con esos modales que nos traían la imagen de nuestro abolengo.
La invitamos varias veces al departamento, a comer, a higienizarse, a dormir en el pequeño sofá que tengo en el patio cerrado. Jamás tocó el timbre, solamente llamó en dos ocasiones – con sus escasas chirolas – para saber cómo estaba de salud, cuando se enteró que había sido sometido a una intervención quirúrgica, con pronóstico reservado.
La última vez que la vi - y habiendo resignado la capacidad de ayuda, por razones que me obligan a ser otro damnificado del mismo sistema - estaba hablando con la brisa del atardecer, quizá preguntándole el escondrijo de esa luz de luna, sin percatarse que mi mano tomaba la suya.
Sonriendo al paso del extraño, se dejó desvanecer, sin voz y sin limosna.