La historia es rica en aspectos que espejan, muchas veces, las conductas humanas y que suelen parecerse en contextos no tradicionales. Napoleón III, a quien se creyera descendiente directo de Luis Bonaparte, dejó caer de su escasa relevancia, una palabra llamada ballottage, que dio oportunidad de transitar un sistema electoral novedoso, en Francia, a partir de 1860.
Hasta el día de hoy, elección y desguace, es lo que caracteriza a ciertas formas democráticas como la nuestra (recordemos la reforma constitucional de 1994) y que tiene la particularidad de determinar quien regirá los destinos de una nación, anulando el deseo fervoroso y original de la simple mayoría.
La encrucijada que padecemos los argentinos modernistas, se traducen en descalabros de ingobernabilidad, solventada por factores de poder foráneos y por aquellos que no desean bajarse del pívot mafioso que ha saqueado nuestra identidad y las arcas nacionales.
Traición y cobardía se toman de la mano para agudizar el caos institucional que venimos padeciendo por medio de falacias insustentables, que se repiten a modo de latiguillo en cada campaña electoral.
Esta puja suscitada entre los integrantes de la fórmula que ganara en los comicios de 1989, es canallesca.
Resulta imposible sobrellevar la traición sin consolidar a la mentira.
Es inevitable involucrar al poder con toda forma de cobardía.
Permitir el contrabando indiscriminado, amparar las mafias, interferir procesos judiciales y atentados, cerrar la causa de un hijo asesinado, hacer desaparecer declaraciones juradas, entregar pasaportes a traficantes, aceptar que empresas monopólicas y entidades financieras devasten un país, hacer adicta a una Corte Suprema al poder político, quebrar bancos, disponer discrecionalmente de sumas exorbitantes de dinero sin rendir cuenta, reformar la constitución para favorecer la reelección, ser cómplice del régimen anglosajón para dirimir los destinos de la patria y desmantelar los sistemas de salud, jubilaciones, educación y destruir las fuentes de trabajo, a esto se lo califica como “traición”. Y no existe traidor que no sea pusilánime, dado que aprovecha su oportunidad de poder para reprimir o arrasar con el más débil, haciéndolo dependiente de un voto cautivo, parido por la necesidad y la ignorancia.
Las pruebas están a la vista cuando el ganador y el perdedor se bajan del tren de las miserias que apabullan, dejando ese halo de rancia expresión, tratando de sumergir sus delirios en el vaho de sus despreciables destinos.