El cuerpo se muere. Está muy enfermo. Su desquicio funcional así lo determina. Y es joven, comparado a otros que debieron soportar pandemias y constantes amputaciones. Sin embargo, pudieron superar sus dolencias, contando para ello con espíritus sanos, cuyas historias clínicas manifestaban componentes de honor, patriotismo, sentido de justicia y esfuerzos mancomunados capaces de reconstruir sus endebles organismos.
El cuerpo se muere. La contaminación crece aceleradamente. Cada parte quiere salvarse sin que exista un mínimo de organicidad, y los clamores inconexos desvirtúan el dolor integral.
El cuerpo se muere. Solamente tenues hálitos disgregados parecen mencionar el definitivo devenir ineluctable. Los atavíos y aprestos esgrimen su textura apolillada, rescatados de una fosa prestada y sin epitafio.
El cuerpo se muere. Y ni siquiera una luz de candelabro se asoma a su morada.