En un punto del ocaso se encontraron la Luz y la Tiniebla. Y a diferencia de lo que siempre ocurría, que consistía en transitar el repetido camino sin saludarse, aprovecharon el solsticio invernal para entablar una breve charla.
La Luz, que se sentía cansada por tener que trabajar más de lo acostumbrado, comenzó a destacar las virtudes de su ardua tarea. Y esto dijo: -Debo darle luminosidad y calor a la flora y a la fauna. Ritmo a los distintos ámbitos y a las especies. Despertar a los hombres, mujeres y niños para que atiendan sus tareas. Abrir Iglesias y propiciar la oración que abarca la bondad de Dios. Ser el instrumento que el mundo utiliza con su vista para contemplar su creatividad y desacierto. Debo ser testimonio de vida en los desesperanzados y desvalidos. La impulsora de energía necesaria que revitalice la existencia, Como verás, estoy agotada.
La Tiniebla, meditando sobre lo escuchado, también manifestó resumidamente sus tareas. Y esto comentó: -Debo amparar con mis brazos el agotamiento de aquellos de que me hablas. Custodiar los sueños y los muertos. Contemplar las puertas cerradas de los templos, pues creen que a la maldad pertenezco. Soy protectora de lobos, de hienas y de las aves que todos detestan. Me adormezco en los pantanos entre muérdagos y raíces, mientras el ojo reluciente de la luna curiosea prados y lagunas. Sin embargo, soy el escondite de los enamorados, la súplica del perdón, el numen del poeta y la virtual prolongación de las personas hecha sombra. En definitiva, soy la parte mayúscula del universo que contiene el secreto de lo eterno.
Y entonces fue que el último resabio de claridad se perdió en el seno infinible de las penumbras.
“La vida es la luz que transita un camino sin salida. La muerte es la penumbra de su continuación”