El fecundo crisol de gestación convirtió en transparencia el fulgor de los vientos vitales...
Delicada perfección de su espigado cuerpo, orlada con las vertientes remolineantes del dorado...
Apenas nacida fue bautizada entre las aguas de una cascada fresca y cristalina, que a partir de ese momento diera el temple necesario que se precisa para emprender los avatares de una vida repleta de circunstancias y que mucho dependía del deseo de terceros.
Había nacido para el placer. Para entibiar su piel por medio de extrañas y cómplices caricias. Para ser besaba hasta el hartazgo, aunque no le agradaran los labios de sus ansiosos demandantes.
Hasta su cuerpo era vestido internamente, de colores diferentes, albergando perfumes apropiados, para dar el sentido placentero a los sabores de aquellos que sustraían el breve goce de su cuerpo dispuesto a la elección que, al igual que sus pares, ofrecía expectante en el serrallo.
A veces el trato tangible de aquel que disponía de su cuerpo producía una sonora y fría sonrisa que perduraba en el recinto dispuesto a los placeres, como el llamado de las campanas de una catedral, que en su clamor tintineante procura concentrar el amparo de una oración compartida.
Solamente las aguas refrescantes que su cuerpo reclamaba ponían término a su actuación complaciente, en donde las sucesivas caricias, los infinitos besos y los vahos impregnados en los adentros de su cuerpo, borraban el estigma de deseos incompartidos.
Hasta que un día de bacanal y desbordada alegría, al dar las doce campanadas de la noche, fue arrojada con fuerza inusitada al abismo tan temido.
Su fragmentado diseño de anterior belleza fue sepultado junto al resto de desperdicios que suelen llenar las bolsas residuales de esas fiestas de fin de año.
Total... que importa la efímera vida de una copa.