La mujer es el nítido itinerario de nuestros pasos.
Es el estigma propicio de la siembra. La nutriente del trigo que complace a nuestra siega.
Es la mitología inspirada con ocho brazos, cuerpo de pez y de león, y cientos de serpientes dispuestas para combatir a quien osare atacar su naturaleza y su descendencia.
Es la conjunción del universo en una gota placentera de sudor.
Es la balanza enarbolada que sustenta la justicia, sin precisar de su visión para el reconocimiento de la verdad.
Es una constante ensayista de la meditación -frente a las turbulencias-, y un estímulo inalterable que somete a las dudas y al fracaso.
Es el emblema del agotamiento redimido, y es del lago, nuestro rostro reflejado.
Hace a la prolongación vivencial de nuestra herencia, y es el mejor escudo para combatir al dolor, al hambre, la confusión y el agobio.
Hace de la conquista, el estímulo que enaltece nuestra estima y nuestra hombría.
Es la visión elevada de nuestros ojos y la socia incondicional de nuestros anhelos.
En definitiva, ella es el principio y el fin de la vida misma.