Aprovechando el plenilunio, salgo a volar, rozando las cornisas de los edificios de la gran ciudad. Me gusta curiosear aquellos ambientes próximos a la azotea, que albergan seres retozando, preparando la cena, viendo televisión o haciendo el amor.
Ayer, cuando el insomnio despejó mis necesidades ocultas, pude acercarme a la ventana de un pequeño aposento, que me dejó observar la filosofía del mundo. Se trataba de un cuarto vacío, cuya puerta cerrada permitía escuchar los golpes provenientes del otro lado, como pidiendo anuencia para ingresar. De repente, la puerta se abrió violentamente, permitiéndome ver otra habitación, aparentemente más grande. La hoja de madera se agitaba a modo de lengua, como si fuera movida por una fuerza invisible, tratando de pasar a ese recinto, dueño de aquella ventana que ofrecía la visión de un mundo quieto, cómodo y complaciente. El dintel oficiaba de serpiente, expresando su reivindicación.
Una desgarradora vibración invadió la quietud de la noche, haciendo que la luna se ocultara detrás de las nubes rojizas que circundaban el límpido cielo.
La puerta se cerró, sin dejar pasar el aire contaminado, reclamando justicia para sus moléculas, transformadas en almas de súplica infinita y que venían en busca de la pretoria equidad.
El rigor imperante en el cuarto, propietario de la ventana hacia la libertad, selló el clamor emergido, desterrando el reclamo de la ansiada fraternidad.
La carcajada del poder celebró su infierno, mientras concluía mi razón de vuelo.