El hombre estaba doblando la esquina, y mientras el niño posaba sus ojos sobre aquella reconocida silueta, un profundo recuerdo iba tomando forma en su conciencia, hasta casi consustanciarse con el agreste entorno.
Su madre lo llamaba a tomar el tazón de leche, sorprendiéndolo con las tortas fritas que aparecían debajo de aquel viejo repasador agujereado, a modo de ilusionista entregando su gran pase de magia. Más tarde, trasponía las puertas del antiguo caserón, dispuesto a esperar a su padre, sentado en el mismo escalón que el hoy le ofrecía. El abrazo se volvía perdurable y entrañable, al tiempo que sus manos se aferraban a las piernas de aquel ser imponente.
Luego, el relámpago.
La violencia y los disparos que lo volvieron guacho, se sucedían, una y otra vez, hasta lograr esconderse detrás de ese tronco de árbol, que siempre le brindaba el reparo necesario y así evitar los vigorosos destellos del sol de la incipiente tarde.
A partir de aquel instante su vida perdió el rumbo, el hogar y los afectos.
El orfanato se hizo cargo, hasta que consiguió escapar.
Aquel hombre ya estaba frente suyo.
En tono de rabia el niño preguntó: - ¿Me trajiste la merca?
Solamente un sí sentenció el minúsculo silencio.
- Entonces, sacala que te la chupo.
Algunos minutos más tarde, sobre la hoja de un diario que anunciaba un nuevo aumento en el PBI, sus ágiles manitas comenzaron a preparar, aceleradamente, su cigarrillo de pasta.